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Un agente llama a su superior. “Los tenemos a punta de caramelo. Están reunidos en el piso y, si no los pillamos ahora, volverán a volar”, le dice. El policía habla de los líderes de una mafia de rumanos peligrosa a los que persiguen desde hace tiempo y que hace tan sólo unas horas han entrado en una joyería, han golpeado brutalmente a su dueño y han escapado con el botín. Los maleantes se han congregado en el piso para repartir el botín obtenido. Después, se harán visibles hasta el próximo golpe. Sin embargo, los agentes no pueden entrar en la vivienda. Tampoco pueden pedir una orden de registro al juez de guardia y echan mano de su jefe que, parece, tiene más autoridad. La artimaña tampoco surte efecto. La juez en cuestión está cenando y no piensa alterar su rutina en aras del bien público. Cuando, por fin, regresa a su oficina, los ladrones han volado. La escena no está sacada de una película ni de un capítulo de Comisario u otras series policíacas con las que se llenan las parrillas televisivas. La escena es dolorosamente real y, extrañamente, habitual. Tan real y tan habitual como alarmante. Una alarma a la que muchos agentes se han acostumbrado. Pero, lejos de vociferar y dar golpes en las paredes, poco pueden hacer. Ninguno denunciará al juez ni acudirá a la prensa para denunciar la negligencia judicial...
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